Los Daddy Rocks ya fueron el nuevo grupo undergound, el zumbido de nuestros oídos ya desapareció, y los mensajes bajalínea de otra Época (de brujas) resuenan como un eco, mientras que las melodías de Toropikaru, su quinto y nuevo disco, se prestan a la contemplación, diciendo hasta tres cosas por verso. Las preguntas y respuestas entre yo y otro yo van y vuelven en canciones llenas de sabor latino (sí sí, sabor latino), urbanizado con su clásico electro pop, y armonizado con acordes estridentes, cálidos y agradables, como una fogata de media estación.
Su nueva obra es la reproducción de la espontaneidad, la que combina el far west y el downtown rosarino. El yin, el yan, el tao, un monje zen, y el pop antagónico. Una película llena de millennials ochentosos sacándose selfies con pelos de colores y tiernos ancianos asomándose en el segundo plano. Una guitarra y un bajo apoyados en una tonelada de cartuchos de family game, jamás caídos en desuso. Cientos de cervezas enfriadas y bebidas fumando bibliotecas de porros, cuidando de manadas de mascotas, acicaladas, sacadas a pasear por enormes espacios naturales. Y todo eso en casi treinta minutos.
El estilo no es otra cosa que el auto-plagio, decía Hitchcock. En estos tiempos cada vez más vertiginosos, donde pocas bandas mainstream consiguen sorprendernos (algunas no lo consiguen en lo absoluto), los Papi Rockea logran crecer, renovándose, apostando a plenos y a mezclas, de sí mismos con todos los demás, como el amor mismo, y nos regalan estas ocho pistas que invitan a moverse y a pensar en el más all·, ya no metafísico, sino más bien de fábula.

(Guillermo García)

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